Nikola Tesla fue el descubridor del campo magnético rotatorio, la base de la corriente alterna que hoy ilumina el mundo; pero también el padre de tecnologías visionarias en su época como la robótica, la informática o las armas teledirigidas. Tesla disfrutó del mecenazgo de grandes prohombres que crearon sus imperios gracias en parte a los descubrimientos de Tesla para luego estafarle y dejarle solo y arruinado. Uno de los inventores más importantes de la historia, con una personalidad llena de ideales, obsesiones y trastornos, fue maltratado por gente como Edison. El hombre al que tantas veces copiaron y robaron sus ideas
INICIO DE LA LEYENDA
El día de
junio en que pisó la Oficina de Inmigración de Castle Garden, en Manhattan,
ataviado con un repulido sombrero hongo y una escueta levita negra, al menos
nadie confundió a Tesla con un pastor de ovejas montenegrino ni con un preso
por deudas escapado de la cárcel. Ocurría esto en 1884, el mismo año en que la nación
francesa le regaló al pueblo estadounidense la estatua de la Libertad. (…)
Tesla no
pasó por el departamento de empleo, donde contrataban a cuadrillas de obreros
para desempeñar penosas jornadas de hasta trece horas en la construcción del
ferrocarril, en minas, en fábricas o como cuidadores de ganado. Ni mucho menos.
Con su carta de presentación para Edison y la dirección de un conocido suyo en
el bolsillo, solicitó a un policía las indicaciones pertinentes y, lleno de
resolución, echó a andar por las calles de Nueva York.
Pese a que
Edison era un genio, no podía decirse que fuera muy conocido en aquella época.
Había puesto en marcha la Edison Machine Works, de Goerck Street, y la Edison
Electric Light Company, sita en el número 65 de la Quinta Avenida. Su central
eléctrica, instalada en los números 255-257 de Pearl Street, abastecía de
electricidad a la zona de Wall Street y del East River. Disponía también de un
enorme laboratorio de investigación en Menlo Park, Nueva Jersey, que daba
empleo a numerosas personas y donde, en ocasiones, ocurrían cosas de lo más
sorprendentes.
Tesla se
presentó, hablando un correcto inglés con acento británico, un poco más alto de
lo que tenía por costumbre en atención a la sordera que padecía Edison.
-Traigo una
carta del señor Batchelor.
-¿Batchelor?
¿Algo no va bien por París?
-Todo en
orden que yo sepa, señor.
-Tonterías.
En París siempre hay algo que anda mal.
Edison leyó
la sucinta nota de recomendación de Batchelor y soltó un bufido. Observó a
Tesla con atención.
-”Conozco a
dos grandes hombres, y usted es uno de ellos. El otro es el joven portador de
esta carta”. ¡Caramba! ¡A esto le llamo yo una carta de recomendación! A ver,
¿qué sabe hacer usted?
Hizo un
rápido repaso del trabajo que había realizado en Francia y Alemania para la
Continental Edison y, antes de que su interlocutor hiciera un comentario
siquiera, comenzó a describir las excelencias del motor de inducción de
corriente alterna, basado en su descubrimiento del campo magnético rotatorio.
Por ahí irían los tiros en el futuro, aseguró: un inversor avispado podría
hacerse multimillonario.
-¡Alto ahí,
amigo mío! -replicó Edison, encolerizado-. Ahórreme esos disparates que,
además, son peligrosos. Esta nación se ha decantado por la corriente continua.
No seré yo quien eche por tierra lo que la gente quiere. Pero quizá tenga algo
para usted. ¿Sabe arreglar el sistema de alumbrado de un barco? (…)
No tardó
mucho Tesla en dar con la solución para que las rudimentarias dinamos de
Edison, si bien limitadas a la producción de corriente continua, funcionasen de
forma más eficiente. Así, propuso un método para rediseñarlas, asegurando que
no sólo mejorarían sus prestaciones, sino que se ahorrarían mucho dinero.
El astuto
hombre de negocios que latía en Edison se avivó al oírle hablar de dinero. No
tardó en comprender, sin embargo, que el proyecto que Tesla proponía era de
gran calado y necesitaría dedicarle mucho tiempo.
-Le pagaré
cincuenta mil dólares a usted solito si es capaz de llevarlo a buen término -le
dijo.
Durante
meses, sin apenas dormir, Tesla trabajó como un loco. Aparte de rediseñar los
veinticuatro generadores de arriba abajo e introducir notables mejoras,
implantó controles automáticos, una idea original que quedó registrada como
patente.
EL INICIO DE LAS ESTAFAS
Las
diferentes formas de ser de cada uno pesaron mucho desde el principio. Edison
renegaba de Tesla, a quien consideraba un intelectual, un teórico, un erudito.
Según el mago de Menlo Park, el 99% por ciento de la genialidad consistía “en
prever qué cosas no iban a funcionar”.
Convencido
de que la corriente continua era imprescindible para la fabricación y posterior
venta de bombillas incandescentes, Edison intuía la amenaza que, para su
sistema, representaba aquel extranjero tan brillante: la vieja historia de los
intereses creados.
Tesla dedicó
casi todo un año al rediseño de los generadores de Edison. Una vez concluida la
tarea, informó a su jefe de que había culminado con éxito su empeño y le
reclamó, por supuesto, los cincuenta mil dólares prometidos.
Edison
retiró sus enormes zapatos negros de encima de la mesa y se le quedó mirando,
boquiabierto.
-Tesla -le
espetó-, ¡qué poco ha aprendido usted del humor americano!
Una vez más,
la Edison Company se reía de él. Enfurecido, Tesla presentó la dimisión. Edison
trató de arreglar las cosas ofreciéndole una subida de diez dólares sobre el
magnífico salario que percibía, dieciocho dólares a la semana. Tesla se caló el
sombrero hongo y se marchó (muy distinta es la versión del bando de Edison:
Tesla le ofreció a Edison sus patentes de corriente alterna por cincuenta mil
dólares, y éste las rechazó pensando que se trataba de una broma).
Tesla, cuya
reputación como ingeniero iba en aumento, había recibido de un grupo de
inversores la oferta de crear una empresa que llevase su nombre. No se lo pensó
dos veces: todo el mundo se daría cuenta de la trascendencia del descubrimiento
de la corriente alterna, un hallazgo que, según él, liberaría al género humano
de innumerables ataduras.
Se
constituyó, pues, la Tesla Electric Ligth Company, con sede de Rahway. En el
proyecto estaba James D. Carmen.
Tras haber
oído hablar de su motor de inducción, el jefe del taller donde languidecía el
inventor le presentó a A. K. Brown, director de la Western Union Telegraph
Company, quien no sólo estaba al tanto de lo que representaba la corriente
alterna, sino que mostraba un interés personal en las nuevas perspectivas que
ofrecía esta solución.
Allí donde
Edison había sido incapaz de aprehender una revolución ya en ciernes o, para
ser más exactos, había intuido que supondría el toque de difuntos para su
proyecto de electrificación con corriente continua, Brown optó decididamente
por el futuro. Respaldó la creación de una nueva empresa que también llevaría
el nombre del inventor, la Tesla Electric Company, con el objetivo primordial
de desarrollar el sistema de corriente alterna ideado por el serbio en un
parque de Budapest, allá por 1882.
El
laboratorio y las naves que ocupó un Tesla ilusionado con su nueva empresa
estaban situados en los números 33-35 de South Fifth Street, a pocas manzanas
de las naves donde trabajaba Edison.
Como ya
tenía el proyecto acabado en su cabeza, a los pocos meses estaba en condiciones
de patentar su sistema polifásico de corriente alterna, que de hecho eran tres,
monofásico, bifásico y trifásico, si bien realizó experimentos con otras
variantes. En cada caso, diseñó los correspondientes generadores, motores,
transformadores y controles automáticos. (…)
En
noviembre, Westinghouse puso en marcha en Buffalo la primera red comercial de
corriente alterna de Estados Unidos; en 1887, disponía ya de más de treinta
centrales operativas. Todo esto sin olvidar el sistema de corriente continua,
el utilizado por la Edison Electric Company, una de las primeras empresas en
entrar en liza.
Pero aún no
se había dado con el motor de corriente alterna que ofreciera resultados
satisfactorios. No habían pasado seis meses desde que se inauguró el
laboratorio, y Tesla ya había presentado dos motores de estas características a
la Oficina de Patentes y enviado las primeras solicitudes para patentar el uso
de la corriente alterna.
Las noticias
acerca de la inesperada actividad que se registraba en la Oficina de Patentes
no tardaron en llegar a oídos de Wall Street, y a los círculos empresariales y
académicos. Por indicación del profesor Anthony, el 16 de mayo de 1888, un
joven serbio casi desconocido fue invitado a pronunciar una conferencia en el
American Institute of Electrical Engineers.
A propósito
de la disertación de Tesla, el doctor B. A. Behrend declaró: “Nunca, desde la
aparición de las investigaciones experimentales sobre la electricidad, de
Faraday, habíamos asistido a una exposición tan clara y contundente de una
verdad experimental como un puño”.
El mensaje
de Tesla llegó en el momento más oportuno. En sus patentes estaba la clave que
George Westinghouse llevaba tanto tiempo buscando. El magnate de Pittsburgh, un
hombre achaparrado, basto, dinámico y con bigotes de morsa, tenía una especial
debilidad por ir vestido a la moda y gustos de aventurero. Como Morgan, no
tardaría en enganchar su vagón privado a los trenes ordinarios que unían
Pittsburgh y Nueva York, primero, y luego a los que llegaban hasta las
cataratas del Niágara.
Aparte de
luchador nato, como Edison, era tan cabezota como el inventor. En definitiva,
los dos estaban bien pertrechados para la batalla que se avecinaba.
Westinghouse
era un empresario avasallador, pero desde luego no se conformaba sólo con
hacerse rico. Desde su punto de vista, el éxito en los negocios no pasaba por
untar a políticos ni por darle al público lo que quería. Supo ver y comprender
de inmediato el potencial que entrañaba aquel sistema, que permitiría el
transporte de electricidad de alto voltaje a cualquier parte de los inmensos
Estados Unidos. Como Tesla, también había soñado con sacar provecho del
potencial hidroeléctrico que representaban las cataratas del Niágara.
Fue a ver al
inventor a su laboratorio. Los dos, enamorados por igual de aquella nueva
fuente de energía y compartiendo los mismos gustos por la pulcritud en cuanto
al atuendo, hicieron buenas migas. El laboratorio y los talleres de Tesla
estaban atestados de intrigantes artilugios. Westinghouse iba de uno a otro,
agachándose a veces, apoyando las manos en las rodillas, para verlos más de cerca;
en ocasiones alargaba el cuello y asentía con gesto de satisfacción al escuchar
el leve zumbido de los motores de corriente alterna. No le hicieron falta
demasiadas explicaciones.
Se dijo
entonces, aunque lamentablemente no disponemos de documentación al respecto,
que el empresario se volvió para mirar a Tesla y le ofreció un millón de
dólares más un porcentaje por los derechos de todas las patentes de corriente
alterna que había registrado a su nombre.
Caso de ser
cierto, el inventor debió de declinar la oferta, porque en los archivos de la
empresa consta que Tesla recibió unos sesenta mil dólares de la compañía
Westinghouse por cuarenta patentes, cantidad que quedó desglosada en cinco mil
dólares en metálico y ciento cincuenta acciones de la sociedad. Sin embargo, en
los archivos de la empresa también figura que recibiría dos dólares y medio por
cada caballo de potencia mecánica generado gracias a la electricidad que se
vendiese.
A la vuelta
de unos pocos años, tales porcentajes llegaron a representar una suma de dinero
tan considerable que dieron lugar a un singular problema.
Así que
aceptó el trabajo de asesor en la Westinghouse para adaptar su sistema
monofásico, a cambio de un salario de dos mil dólares mensuales. Aquellos
ingresos extra le venían de perlas, pero le obligaban a trasladarse a
Pittsburgh en el preciso momento en que empezaba a recibir invitaciones de las
cuatrocientas mayores fortunas del país. De mala gana, pues, se mudó.
Como era de
temer, un sistema tan novedoso no dejaría de plantear dificultades. La
corriente de 133 hercios que se utilizaba en la Westinghouse no era la adecuada
para el motor de inducción de Tesla, pensado para una frecuencia de 60 hercios.
De no muy buenas maneras, así se lo expuso reiteradamente a los ingenieros de
la empresa, haciéndoles ver que estaban equivocados. Sólo después de realizar
vanos y costosos experimentos durante meses, los técnicos se avinieron a seguir
sus indicaciones, y entonces el motor funcionó tal y como estaba previsto. A
partir de ese momento se adoptó la frecuencia de 60 hercios para la corriente
alterna.
EL FINAL: LA ENVIDIA DE EDISON
Cuando se
enteró del acuerdo al que habían llegado Tesla y la Westinghouse para el
desarrollo del sistema de corriente alterna, Edison se sintió dolido en lo más
hondo. Por fin, las trincheras quedaban nítidamente delimitadas. Pronto puso en
marcha su maquinaria propagandística de Menlo Park, y comenzó a imprimir y
distribuir soflamas incendiarias sobre los supuestos peligros que entrañaba la
corriente alterna. Siguiendo las consignas de Edison, caso de que no se diera
ninguno, había que provocar accidentes achacables a la corriente alterna y
advertir al público del riesgo que corría. En la guerra de las corrientes no
sólo entraban en lid las fortunas invertidas en el sector, sino también el amor
propio de un genio egocéntrico.
Aparte de la
virulenta campaña que orquestó en periódicos, folletos y boca a boca, Edison
puso en marcha las reuniones de los sábados, sólo aptas para informadores de
buen temple: allí presenciaban cómo los aterrados perros y gatos, que los niños
habían retirado de la circulación, eran arrastrados hasta una placa de metal
unida por unos cables a un generador de una corriente alterna de mil voltios.
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